miércoles, 31 de enero de 2018

Medea y Lolita aguardan la opinión de Oprah



Aunque hay muchos frentes abiertos, mi preocupación mayor en estos años es que vamos perdiendo habilidades importantes de lectura. Pongo un ejemplo: la tragedia Medea, de Eurípides. La historia de una madre que mata a sus propios hijos para vengarse de su pareja. Eurípides no escribió esta obra para recordarnos que Medea era un monstruo, una madre desnaturalizada. Eso hubiera sido muy fácil y no hacía falta su genio para llevarlo a cabo. Pero tampoco estaba en su mente lavar la culpa de Medea presentando a Jasón como un canalla que se merecía eso y más. Lo que intentó y logró fue lo propio de la tragedia: que comprendiéramos cómo llega un ser humano a hacer algo así. Ni más ni menos.

Esto es igualmente aplicable a Lolita de Nabokov o a cualquier otra obra de las que comienzan a estar en riesgo serio de censura. Nos muestran una parte de la experiencia humana. Por supuesto, es turbador descubrir que Medea tenía motivos de sobra para querer vengarse de Jasón de la peor manera posible; o que Humbert Humbert es tan culto y sensible como inmoral. Las obras trágicas nos recuerdan que la gente hace a veces cosas terribles. Y nos hacen comprender por qué las hacen.

Ahora bien, eso es justo lo que no queremos ahora que nos cuenten. Preferimos pensar que los que las hacen son criaturas inhumanas con las que ni podemos ni debemos empatizar en absoluto. Y de ese modo nos perdemos su enseñanza, que no es baladí (si entendemos, un suponer, que una madre mate a sus propios hijos para herir al padre de estos, quizá entenderemos por qué otra podría traumatizar a su hija convenciéndola de que su padre abusó de ella. Por ejemplo.) Y, en sentido contrario, leyendo Lolita entenderíamos también que se puede ser un intelectual de finísima sensibilidad y al mismo tiempo abusar de manera repugnante de tu hija adoptiva.

Si estas no son enseñanzas útiles en estos días, no sé cuáles puedan serlo. Pero confío en que se note lo a trasmano que van del discurso que se va haciendo hegemónico sobre el arte. Que sería de este estilo: ¿nos da Medea una imagen positiva de la mujer que ayude a las niñas que la lean o vean a ser más felices, libres e independientes? ¿Podemos de veras dejar que nuestros adolescentes lean una historia de abuso sexual en la que el narrador justifica y glorifica su obsesión por las nínfulas? ¿No dará eso argumentos a futuros abusadores?

Con ese tipo de preguntas retóricas caminamos hacia la destrucción de la literatura, convirtiéndola en algo tan chato que ni los ilustrados neoclásicos del XVIII hubieran creído posible llegar a tanto. La cuestión es si vamos a dejar que el porvenir de estas obras lo decidan personas que no las comprenden, pero que a pesar de eso están más que dispuestas a juzgarlas. Y (lo que más asco me da) personas que sí las comprenden (más o menos), pero que nos piden que pensemos en que no todo el público va a ser capaz de entenderlas bien, y por eso hay que protegerle de ellas.

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